M. Taverna Yrigoyen

LUCIA PACENZA Y LA ESCULTURA

COMO REVELACION:

Cuando Baudelaire escribió su tesis Por qué la escultura es aburrida, seguramente resortes anómalos ligados a la estatuaria grecorrománica, a las fórmulas neoclásicas y al eclecticismo monumentalista, movián su pensamiento. No alcanzaba a descubrir, quizás, la escultura imaginativa, desbordante de la mediatez metérica, simbólica fuera de ritualismos, genuina y vital. Las Grandes corrientes de librepensamiento artístico del siglo XX, han dado otro aire a las formas en el espacio, otra proyección sensorial y sensitiva al bloque o a la estructura, una hasta entonces inédita transustanciación de contenidos.
Fuera de toda faz reproductiva y por encima de corrientes, la escultura es hoy una formulación que exige doblemente. Sin entrar a la falsa polémica de si es más o menos gravitante que la pintura, lo que en esencia importa es que su trance conceptivo, de realización y aún de percepción, conllevan un compromiso diferente. Y sin llegar absurdamente a suponer que la escultura pueda ser divertida (por jugar baudelaireanamente), interesa sí reconocer peculiaridades que son propias (desde lo estereognósico a lo espacial) y que en la ruptura del siglo, en eclosiones infinitas de ismos, le han permitido crecer más que a toda otra disciplina de las artes visuales.
Lucía Pacenza, una trabajadora tenaz e inconformista, asume la escultura como un desafío. Y la integra a su pensamiento conceptivo y la desarrolla en la secuencia de etapas o períodos más como una revelación que un desciframiento. ¿Que se intenta decir con esto? Simplemente, que Pacenza, por encima de la gestualidad pura, es una artista que dialoga con las formas, que no las inventa ni las rebusca en una suerte de retruécanos de instrumentos y lenguajes, sino ausculta en su interioridad perceptiva el cómo y el por qué de cada bloque pétreo. No es sólo buscar huecos y protuberancias, enlaces de luces y sombras, proyecciones espaciales y otras enormes minucias, como diría Chesterton. Nada de eso. Es proponerse y a la vez disponer de la materia como motor y desafío, del trascendentalismo físico boccioniano, de la energía purista que alimenta desde lo más secreto cada volúmen a desbastar.
Escultora de férrea disciplina, su formación establece un ejemplar pendularidad entre las orientaciones conceptuales de Pettoruti y los secretos y rigorisimos de oficio de Vinci. Y en los treinta años transcurridos de sus primeras participaciones en salones nacionales y muestras individuales y colectivas, hasta hoy, el nombre de Lucía Pacenza ha alcanzado -más que un prestigio, que puede resultar aleatorio- el relieve de una obra con significación.
Desde el acrílico al metal, pasando por materiales menos ortodoxos, Pacenza ha mostrado ductilidad y vuelo: no tanto para la exaltación del medio, cuanto para su valorización e integración con la forma. Pero es en el mármol, en sus superficies pulidas, plegadas, ondulantes, envolventes, en donde la artista logra su mayor expresión. El mármol de los griegos, en una interpretación de descarnada síntesis purista. El mármol en el registro secreto de una veta. El mármol en la potencia majestuosa de una columna o en la estilización fluyente en el espacio. El mármol como energía concentrada. El mármol-tiempo.
La obra de Pacenza, de ahì, se nutre más de integraciones en la forma cerrada, que de oponencias. Se liga al espacio como cuerpo dialogante, no como fórmula muda. Levanta augustamente un sentimiento de trascendencia, de gravedad indescifrable. Y por sobre todo ello, estructura con un rigorismo plástico ejemplar, una suerte de asociaciones hápticas y sensitivas para que el ojo del receptor dé vuelo subjetivo a cada propuesta.
En cada planteo escultórico de Pacenza -frangmentos, torsos, columnas- bulle todo un quantum de energías que sorprende. En esas superficies a veces apenas sugeridas, como esculpidas por el viento, los planos confrontantes alcanzan una irradiante eteriedad.
No es el purismo de Arp, ni la síntesis rectora de Brancusi; no es el símbolo estrcturado de Noguchi, ni la elementalidad simbólica de Schwitters; no es el orden constructivista de Lipchitz, ni la monumentalidad cifrada de Hepworth. Y sin embargo, por un extraño connubio conceptivo, es todo ello en unidad: purismo y síntesis rectora; símbolo estructurado y elementalidad simbólica, orden y monumentalidad. Como si, razonadamente, el cuerpo de cada obra pudiera encerrar todos los latidos, todas las percepciones.
Obras como la propuesta por Pacenza para el monumento al Cuarto Centenario de la Segunda Fundación de Buenos Aires, que obtuvo el primer premio, dan sentido a su tipología de las formas. Más que conquista aérea y proyección espacial, vitalismo formal. Antes que solución racionalista, fría y dura, desarrollo conjugado de esencias y raptos sensoriales. Por encima de lenguajes cifrados que puedan llevar a la estereotipia, embozamiento de lo técnico hasta dónde éste pueda ser ocultado.
Así, su escultura, en una abstracción potente, de rango universal, se presenta como una espléndida adición de vínculos que desde la verticalidad o el sugerido desplazamiento, van generando: primero matéricamente, despues en forma espacial, una serie de acuerdos o asociaciones simbólicas que aúnan genuinidad y esencia.
Dos características, éstas últimas, que constituyen el substractum de gran parte del quehacer de Pacenza. Como una constante, del alfa al omega. Como un determinismo sin fisuras. Como una mística, casi, a la cual no cabe analizar trafondos, sino, simple y auténticamente, reconocerla como tal.

M. Taverna Yrigoyen
Miembro de Número de la Academia Nacional de Bellas Artes 
Miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte